“
Soy Ana María, nací mujer, con cuerpo y alma de mujer. Habito un organismo fértil capaz de engendrar vida, cuya anatomía ancestral se expande y adapta biológicamente a los cambios del tiempo. De naturaleza cíclica, mi cuerpo marca su propio ritmo, sus fases, sus estados y devela con ellos las particularidades de este, mi territorio. Entonces, si, soy mujer. Soy mujer con pliegues, curvas y texturas; pero antes de reconocer y entender este cuerpo al que pertenezco debí primero aprender de él.
De niña contemplé con inocente curiosidad el cuerpo de mi progenitora, su sinuosa figura de mujer no sólo era para mí refugio de amor y protección, era además un lugar de preguntas, un espacio por descifrar. Comparé ingenuamente nuestros cuerpos como un intento por encontrar respuestas; observé con detalle el volumen de sus pechos, el ancho de sus caderas, sus brazos fuertes, sus partes cubiertas por delicados vellos, y claro, observé muchas veces con desencanto el mío al ver que no se le parecía. No era el cuerpo de mi madre solamente, al que, sin duda, la maternidad había atravesado con sus marcas dejando en él ríos en sus piernas y un vientre dividido en dos, era un cuerpo al que admiraba, no sólo por su belleza sino por su increíble fuerza.
No me bastó con ser una simple espectadora, había logrado comprender que esas formas que admiraba algún día serían también parte de mí y necesitaba ver con más detalle qué pasaba con aquella maquinaría que me permitía jugar, saltar y correr, que me otorgaba, además, el poder de sentir. Así que decidí explorarme, ver más allá de esa superficie, indagué mi cuerpo con cuidado deteniéndome en sus poros, sus cavidades, sus lugares ocultos; saltaron a la vista partes nuevas por las que preguntarme, lugares que desconocía y a los que era difícil llegar con una simple mirada. De este modo llegué a mi vagina, palabra que por cierto me costó mucho tiempo pronunciar. Con ayuda de un espejo pude verme a plenitud, era finalmente yo, toda yo y me asustaba no entender qué había descubierto. Al principio me parecía un lugar extraño, incluso, grotesco, por lo que trate de compararlo con otras cosas para darle explicación a su color, a su olor, a sus pliegues, a sus profundidades; siempre que podía volvía a ella con una pregunta y estas se iban acumulando sin respuesta alguna en mi cabeza. Poco a poco me fui familiarizando con su forma, sabía que estaba allí y que ya no era una parte desconocida, además, entendí que me pertenecía e intuí que mí madre, así como otras mujeres, también la tenían entre sus piernas.
Un día, mi curiosidad me llevó a experimentar una fuerza volcánica que me electrocutó al rozar cierta parte con la mano, luego fue con una silla, una almohada o con el pantalón; para mí era solo un juego, un atributo más que le había descubierto a mi propio cuerpo equiparable a reír y que disfrutaba hacerlo en soledad, años más tarde descubrí que estaba rozando mi clítoris, ese órgano maravilloso que alberga 8.000 terminaciones nerviosas y con sólo una función, dar placer. Entrada a la adolescencia mi cuerpo fue tomando forma, mis pechos y caderas se fueron haciendo más grandes, se cubrieron de vellos ciertas partes y me llegó la menstruación. Esta metamorfosis trajo consigo más preguntas que respuestas, no eran sólo cambios físicos, era una marea de sensaciones las que estaba experimentando.
Comprendí entonces que le estaba diciendo adiós a ese cuerpo de niña al que veía cada vez más perder esa ligereza y tranquilidad con la que se vive la infancia; ya no podía correr sin que se notara la redondez y movimiento de mis pechos, no podía ocultar la incomodidad de llevar puesta una toalla higiénica, no podía disimular las erupciones que me cubrían el rostro, era, definitivamente, una nueva yo. Muchas veces renegué de haber nacido mujer, me inquietaba la tranquilidad con la que el sexo opuesto habitaba su cuerpo, mientras que la incomodidad día a día se apoderada del mío, pasaba horas admirada de la seguridad de mis amigos hombres, de mi padre y mis hermanos, y me preguntaba por qué crecer, en nuestro caso, consistía en un proceso tan doloroso. Empecé a convivir con un cuerpo criticado por mí y observado por otros, no tardó mucho en llegar la presión social, los estándares de belleza y las exigencias de la cultura para mostrarme con crueldad que mis piernas eran demasiado gruesas, que mis pechos no eran lo suficientemente grandes, que los vellos que cubrían mis piernas debían ser eliminados, con ello, aparecieron los peligros de haber nacido mujer, y empecé a sentirme deseada, y al dolor y la falta de amor propio, se le sumó el miedo. Tardé mucho tiempo en reconocer las bondades de ser mujer, en entender el poder de mi cuerpo. Con los años siento que he librado mis propias luchas, de algunas batallas libradas ya he salido victoriosa y he entendido este viaje al que he sido llamada.
Mi sexualidad, por ejemplo, es hoy una lucha ganada, saberme dueña de mi placer, conocer lo que me gusta y poderme dar un poco de él es uno de los logros de este proceso, dominar mis propios orgasmos es una práctica que agradezco, de la que estoy orgullosa y de la que como mujer convoco a otras a hacerlo como una forma de empoderamiento y reconocimiento de su territorio. Así mismo, entiendo hoy mi cuerpo como un templo al que cuidar y no al que temer, aprendo de sus cambios y me asombro con su poder y movimientos, he atendido sus llamados y fluyo con esta corporeidad correspondiendo a sus necesidades. Madurar a implicado nuevas transformaciones, ya no con la pesadez de aquellos años de adolescencia sino con una mirada más gentil sobre mí misma, la oportunidad de encontrarme con otras mujeres y su experiencia ha permitido sanar esas heridas que se fueron haciendo con los años, y las cicatrices que quedaron son sólo el eco que resuena en mí para recordarme lo valiente que soy.
Ahora, a mis treinta años, las preguntas ya no son las mismas que me hacía en mi infancia, ni siquiera las que me hacía en mi adolescencia. No me pregunto por mi ondulado cuerpo y ya no me angustia mi menstruación, me siento poderosa al saber leer mis ritmos y danzar con ellos, entender en qué fase de mi ciclo estoy y descifrar sus síntomas. No me siento prisionera en mi cuerpo, sino libre de ser y sentir con él, no soy madre, pero me reconozco tierra fértil en el que crece el amor y la sabiduría.